miércoles, 9 de diciembre de 2009

Después del segundo plato



"Me llamo Mariola. Vivo detrás de una de esas ventanas que nadie mira al pasar y que forman parte del recuerdo último de los nadies. Quizá ni siquiera existan".


         Tengo demasiados años para ser bonita y pocos para ser sabia, la humedad y soledades en la espalda. Hoy me he levantado con algunas fotos épicas pegadas en las sábanas; me pasé media noche manoseándolas, humedeciéndome los huesos al secar las lágrimas. En una salimos los dos, él sin delantal, repeinado, yo arreglada para la primera y última comida juntos. Llorar me deja el sabor de un reuma, la sal hiere, la garganta me duele todo el día.

Mi calle se pasa el día vacía, salvo ahora.Vivo en un pueblillo, cerca de nada. Suelo escuchar bastantes sonidos del campo, y casi me he aprendido los ritmos de las cosechas, pese a la poca atención que presto a todo aquello que no rubrica su nombre...¿cuántos años llevo acá sola, en este maldito pueblo, mirando, mandándome callar, echándole de menos?

Ya vienen. Deben de ser las dos. Me asomo con medio cuerpo fuera, pero creo que no me han visto. El Asador abre sus puertas a las 12, pero no se llena de verdad hasta las dos. Una invasión de sesenta y cinco coches de gama media-alta, entre ellos uno verde, como el suyo. Como el suyo, los coches boomerang, que vienen y se van por donde vinieron. Veinte carritos de bebé, con bebé dentro o no, treinta y dos niños entre cinco y diez años, unos cuantos aborrescentes que me lían la cuenta porque entran y salen con su móvil continuamente. Novios enredados, novios rotos, discusiones; amigos, sólocompromisos, besos y palmaditas en la espalda "cuánto tiempo cómo te va". ¿Cómo pretendieron quitarnos de los besos con la pandemia? Nadie que no esté loco puede sobrevivir sin besos. Yo hubiera querido contagiarme de todo lo que de él viniera...Y las mujeres. Hoy llegan más de treinta, de lo más sexys, cada cual más digna de su gusto, ninguna sola, afortunadamente.

Ya tengo otra vez la casa llena de humos. Les pedí mil veces que arreglaran los extractores.

Las dos de la tarde es el toque de queda para los cochinillos y los pollos supervivientes. No suele quedar ni uno en las cercanías, pero si queda alguno, no se fía un pelo de la gente a esas horas, porque puede llevarse un mordisco en el lomo o quedarse en nada, y que le sorban los huesitos... Yo por si acaso no salgo, estas gentes vienen tan decididas y forradas que si me descuido me comen o me compran. Una vez que no llegué a tiempo a mi portal y me atrapó la marabunta, creo que me mordisquearon un poco el pan que traía bajo el brazo... ¿Qué hubiera sido de mi si me quedo un rato más y se les acaba mi pan..?

El Asador tiene un portón de madera restaurado que inspira la entrada de reyes, unos geranios rojos, borrachos de humos; una pizarrita, en la que pintaron con cursivas y orlas el menú del día hace un año, y que levanta pasiones entre los buenos comedores. Exquisitos cocidos de alubias gordas y patatas a la riojana, ensaladas lava-conciencias, chuletillas con chuletillas, carne con chuletillas...

Yo vivo empachada y digiriendo apenas los menús de sus días, apestada de los olores de las traseras de la cocina. Olor de invierno al resguardo entre la olla y las brasas, que a mi me reserva lo frito y rebozado, lo aceitoso y escurrido, lo podrido, la cocción lenta de los despojos en la puerta del patio, lo quemado y el cabreo, la rutina.


Se vacía la calle y se condensa la euforia bajo mi suelo, y parece que los tabiques se inflan a comer también, y engordan los muros hasta casi reventarme...Afuera un perrillo flaco husmea y se espanta, huele demasiado para ser cierto.

Las montañas de alubias chofeando del cucharón al plato; del plato a la satisfacción de bocas y gargantas impertinentes...del hambre al sueño. Los comensales se disparan los elogios y los pedos en una sinfonía apoteósica, sin percatarse de las delatoras gotitas de grasa que les puntean la camisa.

Fernando parte y reparte, si escucho atenta creo que le oigo carcajear, sacudir manos y darle a la caja registradora. Irradia una grandiosa apertura en sus ojos, grandes gestos, francas bienvenidas para cada comensal. Regala el pan y calendarios, sirve inmejorables raciones y cae estupendo a todo el mundo. 

También les chupa las chuletillas a todas las comensales que se presten. No comprendo cómo esas pueden ir a comer y terminar dejándose comer. Son muy zorras o él muy hábil. Lo mío no fue así, nos encontramos vez tras vez en la misma mesa. Me sirvió diferente, me atendió antes que a los demás y con más mimo, el vino era mejor que el que traía la carta. El primer día ya me sonreía un poco cómplice. El segundo se dirigió a mi para contarme un secreto culinario. El tercero me invitó a un moscatel de su bodega y se sentó conmigo a tomar el postre y conversar. Terminamos quemándonos en las brasas del almacén. Rompimos con el ímpetu unos frascos de mermelada de arándanos, nos llenamos los cuerpos de sabor a manzanas, hicimos de los manteles raídos unas sábanas de raso. Los sacos de arroz fueron nubes, las nubes de placer se hicieron olor, y salieron por las rendijas de la puerta; e impregnaron los caldos y tiñeron los pucheros. Olores sólidos, sostenidos y perennes, tangibles con el dedo y con las lenguas. Me enseñó sus trucos añejos de la piel, me cubrió el cuerpo de aceites y canela, me sorbió los muslos, los pechos, las mieles. Me amó, me amó.




El cuarto día me sirvió la camarera del ala norte, teniendo que desplazarse hasta mi mesa el doble de la distancia que a él le quedaba para venir. Las siguientes treinta semanas que comí alubias y chuletillas en la mesa nº 6 él no se detuvo a mi lado salvo una vez, para recogerle un tenedor del suelo y verle las medias a una niña. Después me compré el único piso que me permitió seguir esperándole de cerca...

Los clientes apuran sus copas, el nivel de ruido se dispara y estalla en la puerta de salida, los sesenta y cinco coches de gama media-alta se marchan dando tumbos, desnudos de cortesía con el ceda de la esquina. 

Yo me quedo.

No hay comentarios: